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“Alguien condujo nueve horas hasta aquí para cazar hispanos”

Desde que el sábado por la mañana Patrick Crusius llegó de un suburbio de Dallas e irrumpió a tiros en un Walmart, para cometer el mayor crimen racista contra hispanos de la historia moderna de Estados Unidos, una frase se repite en las conversaciones con los vecinos de El Paso, Texas, y en las declaraciones de los políticos locales: “Nadie de esta comunidad podría haber hecho algo así”.

Puede sonar a tópico, a consuelo de una ciudad herida, a cierre de filas para tratar de sobrellevar un duelo inconmensurable. Pero caminando la noche del domingo por las calles de El Paso, charlando con los vecinos que se reunían en vigilias para recordar a los 20 muertos y rezar por los 26 heridos, se alcanzaba a comprender que la frase no es gratuita, sino que tiene un significado profundo.

“En El Paso hace mucho que entendimos que no importa el color, el idioma o los papeles. El Paso es una gran familia, nos amamos y mostramos al país nuestro amor. Esa puede ser una razón por la que el asesino eligió esta comunidad”, apuntaba Verónica Escobar, congresista demócrata por la ciudad. Dos centenares de vecinos se habían reunido para rendir homenaje a las víctimas, convocados por un colectivo que ayuda a los cientos de refugiados centroamericanos que cruzan la frontera y llegan incesantemente a la ciudad.

Aquí la frontera es una realidad cotidiana. Algo muy alejado de esa entelequia que envenena el debate político en Estados Unidos desde hace dos años y medio. Una línea que, más que separar, une a El Paso y a Ciudad Juárez en una única entidad metropolitana, binacional y bilingüe, de casi tres millones de habitantes, que no están dispuestos a que el asesino y quienes comparten su retorcida visión del mundo se salgan con la suya.

En El Paso, la “invasión hispana” a la que se refería el atacante en el manifiesto que publicó en Internet poco antes de cometer la matanza es un ir y venir cotidiano de niños que van al colegio y adultos que acuden a trabajar y a comprar, de un lado a otro de la frontera. Aquí, lejos de los “violadores y criminales” de los que habla el presidente Trump, las que llegan son familias que huyen de la violencia de sus países para buscar una vida mejor. “El día de Navidad, un autobús dejó en el centro de la ciudad un centenar de niños, sin nada en los bolsillos”, recordaba Michael Cerda, exfuncionario jubilado del Departamento de Defensa. “Pero ya nos encargamos los vecinos de que no les faltara comida, abrigo y un lugar para dormir”.

Entre los congregados en la vigilia, se abría paso dando abrazos a sus vecinos Beto O’Rourke, candidato a las primarias del Partido Demócrata, oriundo de El Paso, ciudad a la que también representó en la Cámara baja. “En El Paso no toleramos nuestras diferencias, las abrazamos”, explicaba después, desde el estrado. “Somos una de las ciudades más seguras del país, no a pesar de que somos una ciudad de inmigrantes, sino porque lo somos. A veces nuestra amabilidad se confunde con debilidad. Pero no es así”.

Algo cambió en El Paso el pasado sábado. Y el sentir de quienes salieron el domingo a la calle a recordar a sus vecinos muertos es que ya nada será igual. “Siento mucha tristeza pero también mucho coraje, porque alguien condujo nueve horas hasta aquí para cazar hispanos”, aseguraba Denise Baca, maestra de 42 años, que había venido a la vigilia con sus tres hijas de 20, 18 y cinco. “Mi madre es mexicana y mi papá fue un soldado estadounidense, esto es personal para mí. En su manifiesto [el asesino], dice que el problema es la gente como yo, que estudiamos, que tenemos mejores trabajos que él. Yo no quiero que mis hijas crezcan en un país donde van a ser cazadas por el color de su tez. Y que no le quepa duda: las palabras del presidente son las que trajeron aquí al muchacho. Esto le cae a él. Esto es él. Nuestro presidente hizo que pasara esta masacre. Y esto se va a acabar. Vamos a votar y a acabar con esto”, subraya.

“Nos atacan porque somos una comunidad abierta. Porque hemos abierto nuestras puertas a los refugiados, porque estamos orgullosos de lo que somos”, coincidía Fernando García, de la ONG Red de la Frontera por los Derechos Humanos. “Pero no nos vamos a callar. Este es un punto de no retorno. Hoy en la calle, mañana en las elecciones. Vamos a sacar a ese presidente racista de la Casa Blanca”.

Las pancartas de los vecinos apuntaban en la misma dirección. “Pinche mentiroso”, rezaba una. «Crusius el asesino, Trump el cómplice», decía otra. “El racismo no es una enfermedad mental”, se leía en una más, en referencia a las palabras del presidente, que no ha hablado de motivaciones racistas y se refirió a la matanza como “un problema de enfermedad mental”. Desde el estrado, los padres de Joaquín Oliver, uno de los 17 asesinados hace un año en una escuela secundaria de Parkland (Florida), que el domingo habría cumplido 19 años, pedían que esa furia no se desvanezca, como ha ocurrido tantas otras veces: “El Paso podría ser esa ciudad que marque un antes y un después en las matanzas masivas con armas de fuego”.

A pocos kilómetros de allí se celebraba otra vigilia, mucho más multitudinaria, donde centenares de vecinos rezaban por las víctimas, en un parque del este de la ciudad, cercano al centro comercial donde se produjo el baño de sangre. El centro comercial, y en particular el Walmart, uno de los más concurridos de todo el país, encarnan esa realidad fronteriza y binacional que marca a El Paso. Patrick Crusius sabía bien dónde iba a cazar hispanos.

“Es el más cercano a la frontera, todos lo saben”, explica Reuben Ornelas, pequeño empresario de 26 años, cuyos abuelos llegaron del otro lado de la frontera. “Aquí viene mucha gente de México a comprar electrodomésticos y otras cosas. En el aparcamiento ves placas de Texas junto a placas de Chihuahua. Pero esa es la esencia de este país. Está fundado por inmigrantes. Los supremacistas dicen que tienen que volver a sus países, pero es irrelevante, porque esta tierra no es de nadie. O, más bien, es de todos. Todo el mundo es bienvenido aquí. Que algunos perviertan esa idea es asqueroso”.

La vigilia terminaba con la noche ya cerrada, apenas iluminada por las luces de las velas y las linternas de los teléfonos móviles. La multitud se diluía al ritmo de los mariachis que interpretaban, amplificados por poderosos altavoces, la ranchera Amor eterno, de Juan Gabriel, que el recuerdo de las víctimas teñía de una particular tristeza: “Cómo quisiera que tú vivieras / Que tus ojitos jamás / Se hubieran cerrado nunca / Y estar mirándolos”.

 

 

 

 

 

 

 

 

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