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Isabel II reúne de urgencia al núcleo de la familia real para poner fin a la crisis de Enrique y Meghan

Isabel II ha elegido una de sus residencias privadas, el palacio de Sandringham, para zanjar una crisis pública que amenaza con desbordarse. El heredero del trono, Carlos de Inglaterra; su sucesor, el príncipe Guillermo; el causante de todo el embrollo, el príncipe Enrique; y desde Canadá, por vía telefónica, su esposa, Meghan Markle, han sido convocados este mismo lunes por la reina para acordar un plan protocolario, financiero y logístico que permita a los duques de Sussex cortar lazos con la familia real y reducir sus obligaciones públicas.

Los periódicos británicos dedicaban este domingo decenas de páginas a la tormenta desatada la semana pasada sobre la Casa de los Windsor. El anuncio por sorpresa de los duques de Sussex, el pasado miércoles, a través de su cuenta de Instagram, de que tenían intención de abandonar sus obligaciones públicas, mudarse a “América del Norte”, alcanzar la “independencia económica” e impulsar “un nuevo papel progresista en el seno de la institución” monárquica enfureció a Isabel II, al príncipe de Gales (padre de Enrique) y al duque de Cambridge (Guillermo, el hermano mayor). Los tres vínculos de continuidad del trono se sintieron ninguneados, casi traicionados, por la decisión.

A pesar de que las señales de distanciamiento eran claras desde hacía meses. A pesar de que la escapada de seis semanas a Canadá del matrimonio, para permanecer al margen de las celebraciones navideñas reales, eran un anticipo claro de lo que iba a venir. Y a pesar de que el duque de Sussex llegó a presentar a su padre un borrador con sus planes e intentó sin éxito reunirse con su abuela para obtener su beneplácito, el Palacio de Buckingham reaccionó de un modo seco e irritado ante el anuncio.

Los descalificativos e improperios contra la pareja de “niñatos consentidos” inundaron las páginas de la prensa conservadora. Y los medios de izquierdas abrazaron la causa de los Sussex para alentar, con o sin intención, un clima de división en el país que casi recuerda al provocado durante tres años por el Brexit.

Casi 70 años como jefa de Estado le han dado a Isabel II una experiencia que, unida a su natural prudencia, han hecho que la monarca haya decidido en esta ocasión exigir una respuesta expeditiva, sensata y empática. Entre el vacío cruel que se le hizo a Eduardo VIII y su esposa Wallis Simpson y la ambigüedad complicada con que se trató a Lady Di, la reina ha exigido en esta ocasión que se fijen negro sobre blanco las obligaciones y derechos de Enrique y Meghan.

Muchas son las complejas cuestiones que deberán comenzar a resolverse este mismo lunes en la reunión de Sandringham. Para empezar, si los duques de Sussex mantienen sus títulos. El entorno de la reina ya ha dado a entender, siempre a través de fuentes anónimas, que se les permitirá retenerlos. Otra cosa serán sus obligaciones respecto a la familia real. El jefe del prestigioso Servicio Civil británico, Mark Sedwill, ha elaborado ya borradores al respecto para que sigan siendo figuras centrales al frente de la Commonwealth (Comunidad de Naciones) y realicen algunos viajes oficiales en representación de la Corona. Esa solución no despeja problemas prácticos y protocolarios relevantes. ¿Deberán asistir a ceremonias oficiales clave como el Trooping the Colour (los actos y desfiles oficiales en el cumpleaños de la reina)? ¿Actuarán a su servicio las embajadas británicas en sus desplazamientos?

Y luego está la muy espinosa cuestión financiera. Enrique recibe una jugosa aportación del presupuesto real y de los beneficios del Ducado de Cornualles, el conglomerado agropecuario y de renta de tierras (550 kilómetros cuadrados) que gestiona su padre, el príncipe de Gales. Cualquier acuerdo deberá contemplar una reducción gradual de estos ingresos. Y la posible devolución de los duques de Sussex al erario público de los casi tres milones de euros que costó la reforma de Frogmore Cottage, su residencia en Windsor.

 

 

 

 

 

 

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